El ocaso del salitre visto por una testigo precoz

«Yo nací en 1931 en pleno ocaso del salitre en la Oficina Keryma, de la que tengo muy pocos recuerdos, ya que con poco más de cuatro años (creo) nos fuimos a la Oficina Peña Chica, entre Keryma y Humberstone y retirada del camino. Aunque se seguía produciendo un poco, no creo que fuera en régimen de pleno rendimiento».

Quien escribe es hija del irlandés Joseph Forstall Comber (Condado de Wiclow, 1877), que desembarcó en Chile a fines del siglo XIX, llegó a ser administrador de oficinas salitreras en Tarapacá y luego de una larga soltería se casó con Phyllis Fowler. Ella era hija de Gordon Fowler, «Médico Héroe Escocés», como lo llamó en su obituario el «Scotsman» de Edimburgo (18 de julio de 1936), cuando murió en Valparaíso, a los 66 años, después de una vida entera dedicada a atender a los empleados y obreros del salitre. Phyllis nació en la Oficina Constancia, al igual que sus tres hermanos. Se casó con Joseph cuando este era administrador de la Oficina North Lagunas, propiedad de una de las tantas compañías inglesas que habían industrializado la explotación del nitrato. La pareja tenía 24 años de diferencia, lo que explica que él muriese el año 1943, en Iquique -donde está sepultado en el mausoleo de la Lodge Pioneer número 643, conocido como Panteón de los Masones-, y su esposa lo hiciera 30 años después, en Sevilla, donde vivía con Biddy, la menor de sus dos hijas.

«No me siento inglesa, ni escocesa ni irlandesa, sino la que nació en la Pampa… soy de la Pampa, es decir, soy pampina», declara Biddy Forstall Comber Fowler en la presentación de su libro «Crepúsculo en un balcón. Ingleses y la pampa salitrera», terminado en Sevilla el año 2013 y escrito a instancias del premio nacional de Historia Lautaro Núñez, prologuista del volumen. El investigador la conoció en Iquique el año 2000, en el sexto de los ocho viajes que Biddy ha realizado a Chile desde España, país donde nació el último de sus cuatro hijos (los otros nacieron en Panamá) y vive hasta hoy.

Núñez quedó fascinado por las evocaciones que hizo, cerrando los ojos, de una visita a la Oficina Gloria, invitada a su primera fiesta. «Mientras ella nos decía: ‘el coche se detuvo frente a un bello algarrobo’, yo lo recordaba como aquel tronco seco que pervive aún allí mismo. Cuando me describe: ‘Ahora voy a la entrada del edificio y estoy bajando por la escalera, y alcé levemente mi vestido largo’… yo allí frente a ella podía mirar la ruina de esa escalera que la conducía al misterio de los tiempos».

Golf en el desierto

La obra de Biddy no es un libro de memorias convencional. Antes de contar sus propias vivencias -que no ocupan más de 50 páginas y se concentran en el capítulo III-, se remonta, entre muchos otros temas, a la historia de las guaneras, sintetiza el ciclo de expansión del salitre (1880-1930), describe la estructura administrativa de una oficina salitrera y, a partir de los testimonios de parientes y amigos, ofrece un animado cuadro de la vida que llevaban las familias inglesas de la generación de sus padres y abuelos. El digresivo volumen, tan «desparramado» como las ramas de su familia dispersa por el mundo, es fruto de una década de investigaciones en archivos del Reino Unido y Chile, numerosas entrevistas a los últimos ingleses que vivieron en la Pampa y documentos inapreciables conservados por sus descendientes: cartas, fotografías, recortes de prensa y diarios de vida. Además, por supuesto, de sus propios recuerdos, traspasados al papel con un estilo verdaderamente delicioso, sin pretensiones literarias, pero vívido y lleno de ironías.

El tono de lo que el viento se llevó predomina en su relato, reforzado por las imágenes que muestran el deterioro de las oficinas en el presente. Cuesta imaginar que alguna vez los ingleses jugaron tenis, golf, polo, fútbol y cricket en plena Pampa del Tamarugal. Incluso, a uno de ellos se le ocurrió organizar una cacería de zorros con las tradicionales chaquetas rojas, encargadas a Inglaterra. Claro que a falta de uno, el «zorro» fue un pobre quiltro…

Su padre era especialmente aficionado al polo y conserva una foto suya con los pantalones abombados. Respecto del golf, advierte: «Creo que en la Pampa nunca existió un campo de golf de 18 hoyos, solo se habrá llegado a nueve, si acaso». Cuando niña, este deporte ya era un juego nostálgico de la generación anterior. «Yo me acuerdo de haber visto en casa, de pequeña, en Peña Chica, bolsas con palos de golf. Estaban visibles, es decir, no estaban guardadas en un oscuro armario con otras cosas que no eran de uso frecuente. Sin embargo, mi memoria abarca solamente una ocasión en que vi a mi madre salir con los palos y practicar con algunas bolas. Yo estaba con ella, supongo que me llevó de ‘caddie’ y el trozo de cancha estaba entre la Oficina y el camino norte-sur, al lado izquierdo, y el terreno allanado no era nada extenso, yo calculo que sería poco más de lo que abarcaría efectivamente un ‘green’. Creo que nos quedamos muy poco tiempo, sospecho que no la entusiasmó la experiencia, cosa que comprendo porque me acuerdo perfectamente bien del aspecto de la ‘cancha’, muy llana sí, pero consistente en un polvo gris finísimo que nada más mirarlo empezaba a volar».

En otra ocasión, el señor MacIver, un inglés de la Oficina San Lorenzo, convidó galantemente a la señorita Alice Bush a un picnic en el desierto. «Raro», comenta la narradora. «El hecho es que salieron a caballo y habrán elegido el lugar ideal para el pic-nic, y en eso estaban cuando del cielo azul apareció un enorme cóndor que los atacó; aterrizó y se fue corriendo hacia ellos con el pico amenazador. El susto fue mayúsculo, tanto, que abandonaron el pollo asado (que era lo que pretendía el cóndor), agarraron sus aterrorizados caballos y salieron a galope tendido».

Biddy recuerda los nueve años que vivió en la Pampa como un tiempo bucólico. Tenía una nana chilena, Wala (Primitiva Navarro), junto a quien lloró la muerte de Rodolfo Valentino y aprendió el «Cielito lindo» en los discos que ponía en la vitrola. Inolvidable fue la visita de su tía abuela Gertie, que la disfrazó de princesa asiática y la llevó al biógrafo de Humberstone, a ver películas de la «repelente» Shirley Temple. Pero Auntie Gertie también le enseñó a bordar y las cuatro operaciones elementales de la aritmética.

«Tengo recuerdos de tardes en la Pampa cuando se oían tambores, sobre todo en el silencio de la noche; dependía del viento. Eran estos bailes de los ‘chunchos’ con ropajes emplumados selváticos que practicaban durante semanas antes de la gran fiesta», anota.

Desde que enviaron a su hermana Elisabeth -seis años mayor- a estudiar en Inglaterra, Biddy fue, de facto , hija única durante cinco años. «Fui sumamente feliz», escribe de esa época en Peña Chica. Sin embargo, los efectos de la crisis de 1929 sobre la minería del salitre ya eran irreversibles. En 1941 fue enviada al colegio en Santiago. Dos años más tarde murió su padre, en Iquique. Fue entonces cuando su madre se la llevó definitivamente a la capital junto a su hermana Elisabeth. Con el tiempo, Biddy abandonó Chile y se casó en Panamá con un español. Su hermana se quedó, pero no quiso regresar a las salitreras. «Nunca se debe volver adonde has sido muy feliz», le respondió en 1955, cuando Biddy le propuso viajar a la Pampa. Un año más tarde, Elisabeth murió en un accidente. La mañana del 1 de julio salió en una avioneta Bonanza desde el aeródromo de Iquique rumbo a Vallenar, junto al piloto Eulogio Sánchez Errázuriz, pionero de la aviación civil, ex comandante de la Milicia Republicana y alguna vez novio de María Luisa Bombal. «Hombre educado, culto, interesante y muy ameno», recuerda Biddy. Su hermana era una copiloto experimentada, pero nubes bajas le ocultaron a Sánchez los cerros y en una maniobra de viraje la aeronave perdió velocidad y cayó en la Pampa de Alto Molle, a 11 kilómetros de Iquique.

Según testimonios recogidos en la crónica de «El Mercurio», antes de partir la señorita Forstall Comber le «pidió al señor Sánchez Errázuriz que sobrevolase la Pampa donde había vivido en su niñez», desviándose de la ruta habitual por la costa. En un viaje que realizó en 1997, Biddy visitó el lugar del accidente junto al oficial de aviación que encontró a los pilotos fallecidos. Le dijo que el cadáver de su hermana estaba recostado. «Delante del pecho había un paquete de cigarrillos y un encendedor; cerquita en semicírculo cinco colillas enterradas en la arena por la punta quemada. Cuánta desolación», escribe Biddy. La tumba de Elisabeth está en el cementerio de Zapallar.

Huelgas del salitre

De su padre, Joseph Forstall Comber, Biddy tiene el recuerdo de un administrador justo. Ha logrado establecer que durante la huelga general de 1907, que culminó en la masacre de la Escuela Domingo Santa María de Iquique, él viajó a la ciudad invitado al matrimonio de su jefe y amigo John Lockett. Se pregunta qué habrá estado haciendo todos esos días. En el documentadísimo capítulo «‘Disturbios’ de los obreros salitreros», la autora reproduce extensamente el informe enviado el 25 de diciembre de ese año por Lockett a la firma Messrs. W. & Lockett de Londres, que lo transmitió al Foreign Office. «Hubiéramos apreciado enormemente la presencia de un buque de guerra británico en la bahía durante los últimos días, cuando los huelguistas abiertamente declararon su intención de aniquilar la colonia británica que no tiene protección alguna, salvo la de nuestros propios compatriotas que no son muchos», escribió Lockett. Idea que, en una comunicación de 1908 al Ministerio de Asuntos Exteriores, también manifestó Noel Clarke, cónsul británico en Iquique, ratificando la versión de que los obreros pretendían incendiar la ciudad.

En el mismo capítulo, Biddy reproduce el diario de su tío George Gordon Fowler, hermano de su madre, que en 1925 se encontraba haciendo el servicio militar en el regimiento Granaderos de Iquique. George relata que el 29 de mayo les avisaron que se iban a la Pampa al día siguiente, sin darles explicaciones. En los días ulteriores, él y sus camaradas participaron en la captura de los huelguistas que se habían apoderado del pueblo de Alto San Antonio y la Oficina Coruña, iniciando una revuelta que se extendió a otras salitreras. Encargado de la «MG» (Machine Gun o ametralladora), George disparó en varias escaramuzas. En su parco relato escribe que una vez recuperada Coruña, «se mandaron a todos los malos no sé a donde y se soltaron a los demás después de registrar las casas. De esta manera encontramos al cojo y a un compinche. Creo que se deshicieron de todos estos de alguna manera u otra».

Biddy no se limita a transcribir los testimonios de estas huelgas con apatía. En los sucesos de Santa María de Iquique, condena la intransigencia de los empresarios salitreros, así como la desproporcionada represión de los huelguistas, poniendo en duda la versión de Lockett y el cónsul británico: «¿Alguna persona u organización neutral (ejemplo contemporáneo: Cruz Roja) vio las pruebas de los previstos incendios y saqueos de Iquique?».

Nada de ingenua, la autora tal vez idealiza su infancia en la Pampa, pero no se engaña sobre las relaciones entre sus habitantes. «Yo personalmente no pienso que la Pampa haya sido el máximo ejemplo de una utópica benevolencia fraterno-social (…). Creo que la Pampa fue parecida a otras sociedades en las que suele haber distintas dosis de sentimiento de superioridad y de envidia. Sin embargo, es lógico pensar que en ese entorno desértico lejos, muy lejos del lugar donde crecieron, los ingleses hayan tenido un impulso de acercamiento amistoso que probablemente no hubiesen tenido si se hubiesen conocido en Inglaterra. Por otro lado, quizás contribuyera a este acercamiento fraternal el hecho de que no hubo Virrey como en la India, representando a la Reina en Londres, ni Gobernador en representación del monarca, ambos con sus cortes y protocolo. (…) los ingleses estaban en la India, África, etc., como dueños y señores. En Chile estaban como iguales, dedicándose a tareas sancionadas por el Gobierno de Chile, donde ambos obtenían provecho, por lo que el trato social con los chilenos era igual que con cualquier otro mortal».

Biddy vive actualmente en Sevilla. Tiene 84 años y sufre de una insuficiencia respiratoria, probable secuela de la tuberculosis que padeció cuando niña. No pudo hablar con «El Mercurio», pero a través de su hija Luz Riobóo manifestó su tristeza de no poder viajar nuevamente a Chile. En el libro, la analogía de los extraordinarios atardeceres en la Pampa, vistos desde el balcón de la casa paterna, con la declinación del ciclo salitrero es una imagen perfecta. «Los días del ocaso estaban cerca. Yo fui una precoz testigo», escribe.

 

(  Fuente: El Mercurio )

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