La ruta más hermosa del Desierto Florido

desierto florAntes que cualquier flor, el primer espectáculo lo dieron las mariposas. Antes de que se asomara cualquier campo monocromo de pata de guanaco o la esquiva garra de león, fueron las mariposas monarca, lujuriosas de contener tal cantidad de polen que jamás esperaron ver en su corta vida en el desierto, las que se estrellaron contra el ventanal de nuestro jeep, dejando decenas de manchas amarillas que al poco rato impedían la vista clara hacia la carretera.
Fue un quiebre a la monotonía de los 660 kilómetros recorridos desde Santiago hacia Vallenar; cerros desérticos y páramos aparentemente infértiles, siempre bajo un cielo azul celeste libre de nubes. Y sería el primer síntoma del espectáculo que experimentaríamos los próximos días: un recorrido por quebradas, dunas y cerros áridos del sector sur de la Región de Atacama, que pocas veces en una década son decorados por la naturaleza efímera del Desierto Florido.

Es invierno de 2015. «El Niño» -el fenómeno climatológico que ocurre cuando los vientos tropicales se debilitan, permitiendo la entrada de aguas más cálidas al Pacífico y por ende una mayor evaporación y aumento de precipitaciones- sacude las costas de la Región de Atacama con lluvias torrentosas y aluviones, acumulando el doble de precipitaciones -90 mm en Vallenar, 130 mm en Copiapó, según cifras del SAG- de las que usualmente caen en esta zona. Entonces, el desierto más árido del mundo da aviso a todas las semillas, bulbos y rizomas dormidos bajo la arena, en largo estado de latencia, que es hora de despertar. Que han pasado demasiados años de espera sigilosa, y que todas esas joyas de inefable geometría y originalidad pueden habitar otra vez este paisaje que a primera vista pareciera infértil, incapaz de fecundar cualquier forma de vida sobre él.
El mundo de arriba ya está listo.

«En el transcurso de una vida humana, los mayores episodios de floración del desierto pueden ocurrir no más de un puñado de veces». Así reza la introducción de la guía de campo «Cuando el desierto florece, volumen I», de Adriana Hoffmann, John Watson y Ana Rosa Flores, editado por la Fundación Claudio Gay, recién lanzado en 2015 luego de treinta años de investigación y recopilación de especies. Una publicación que exigió tal cantidad de tiempo y trabajo justamente por la infrecuencia y rareza del fenómeno.

Este libro, sumado a los datos recopilados de otros viajeros amantes de la botánica, son la principal guía de ruta a seguir en este circuito «a pulso» en busca de los rincones más hermosos del desierto florido. Sabemos ya que las quebradas cercanas a la costa en orientación este-oeste suelen dar floraciones espectaculares gracias a la presencia de la camanchaca, esa neblina marina que mantiene húmedas y vigorosas por más tiempo a las delicadas y efímeras flores del desierto. Por eso, apenas rellenamos el estanque de bencina y limpiamos los ventanales del auto en Vallenar, dejamos atrás la Panamericana para internarnos hacia la Provincia de Huasco. De inmediato, el escenario muta a plantaciones de olivo que dan cuenta de la fuente de trabajo más tradicional de esta zona: la producción de aceite de oliva y aceitunas de Huasco.

Por ese motivo, vale la pena hacer una detención en Freirina, ubicado a media hora de Vallenar por la misma ruta C-46 hacia la costa, para recorrer a pie este antiguo pueblo minero que mantiene en excelente estado sus construcciones patrimoniales: casas del siglo XIX con corredores y dos monumentos nacionales frente a su Plaza de Armas: el edificio Los Portales, actual Municipalidad, que data de 1873, y la preciosa Iglesia Santa Roma de Lima, de 1869.

Dos cuadras subiendo por la calle Latorre se llega a la fábrica de aceite de oliva artesanal Riarte, perteneciente a una antigua familia de Freirina y donde tienen una sala para degustar y llevar para la ruta aceites de oliva naturales o especiados con hierbas de la zona, aceitunas de diferentes amargos o rellenas con pimiento o almendra, vino Pajarete, escabeches y otras delicias que no se ven fuera de Huasco. Combinadas con el queso de cabra comprado en la carretera, a la altura de Ovalle -especialmente sabroso gracias a las lluvias abundantes que permitieron que esas cabras fueran alimentadas con pasto verde-, serán el cocaví perfecto para este recorrido.

Dunas que florecen

Freirina es la puerta de entrada a una ruta costera turística hacia Caleta Los Bronces, un circuito de dunas, playas, vestigios de puertos antiguos y caletas de pescadores artesanales en una costa que parece olvidada en el tiempo. Pero cuando las precipitaciones han sido importantes, como en este caso, el camino que va desde el Cruce el Pino (8 kilómetros a la costa desde Freirina) hasta Los Bronces, también conocido como «Aguada de Tongoy», se transforma en una quebrada enriquecida por la flora del desierto, especialmente gracias a la acción de la camanchaca. Además, como recientemente el camino se mejoró con vichufita (material similar al pavimento), el viaje se hace más cómodo, posible para cualquier tipo de vehículo y, lo más importante en esta expedición botánica, libra a las flores de la suciedad del polvo que levanta el ripio y que además afea las fotografías.

Las suaves dunas pobladas por matorral costero permiten nuevas perspectivas y, de pronto, al acercarnos al punto más alto desde donde se ve Caleta el Bronce, se asoma el milagro del desierto: sobre las mismas dunas de arena blanca próximas al mar se alzan millones de ramilletes de huillis y azulillos color celeste, entremezcladas con las emblemáticas trompetas rosadas de las añañucas. Un par de autos detenidos a un costado del camino indican que es un buen punto para fotografiar. Hay familias con niños, en su mayoría provenientes de Vallenar y Copiapó, que vienen a ver el espectáculo por el fin de semana; parejas de turistas mayores extranjeros. Algunos simplemente disfrutan del aroma embriagador de las flores; otros, siempre agachados, intentan capturar con sus lentes macro el detalle de estambres y pétalos que, combinados con un suelo arenoso de pequeñas conchas marinas, hacen del encuadre un inolvidable arreglo floral.

Arenas blancas y guanacos

Dicen que los cielos de Atacama son los más limpios del mundo. Y si en el día hemos visto una floración que por su densidad parece un holograma indestructible, las noches del desierto guardan una riqueza similar. Por eso, es muy recomendable alojar en sitios alejados de la luz artificial, para privilegiar esa panorámica nocturna.

El atardecer nos encuentra en Playa Arenas Blancas luego de recorrer una hora más desde Huasco hacia la entrada sur-costera del parque nacional Llanos del Challe. Allí existe un camping a orillas del mar administrado por Conaf, que por cuatro mil pesos diarios ofrece un sitio para acampar, quincho para hacer asados, baños, duchas controladas (sin agua caliente) y agua potable. Este fin de semana el camping está lleno y lo integran grupos de surfistas, extranjeros y algunas familias con niños. Junto con la bienvenida, el guardaparques nos explica que la palabra «Challe» tiene dos acepciones en la lengua molle: «arenas blancas» y «guanaco». Sobre la primera, nos percatamos con dicha a la mañana siguiente cuando salimos del campamento: estamos en una playa protegida del viento, de oleaje suave, arena fina y una blancura tal que encandila los ojos, de un silencio apenas interrumpido por los trinos de los simpáticos chorlos costeros y un par de surfistas que desafían el oleaje. Atrás, el cerro Negro, con una nube húmeda que mantiene verde una terraza rocosa y cavernas con formaciones antojadizas como ganchos que le dan un aire prehistórico a esta playa. Solo por esa mañana y como descanso, salir a mirar flores pasa a ser una segunda prioridad.

Cuando el sol ha disminuido su intensidad y antes de que el imponente cerro Negro emplace su sombra sobre los campos floridos del interior del parque nacional, es un buen momento para recorrer el «Sendero Centenario» de Conaf. Justo frente a la entrada del camping, apenas cruzando la carretera de vichufita, comienza un circuito de dos horas con paneles interpretativos de la flora, fauna y culturas prehispánicas, como molle y changos, que habitaron la zona. Allí se explican los «huesos» de la vegetación del desierto costero: cacatáceas como los copaos y copiapoas, plateadas y globulares, las suculentas perennes, árboles y arbustos leñosos. A medio camino, el letrero «Los Corrales» invita a ver vestigios de la cultura molle inscritos en petroglifos. Pero no lo seguimos. Es imposible no desviar la atención a cómo el desierto ha cubierto con una magnífica sábana de tonos, colores y formas geométricas este sector: las fucsias patas de guanaco, borlón de alforja, celestina, cristarias, corona del fraile, cacatúas, cebollín y las ya mencionadas añañucas, ahora en su versión amarilla y blanca figuran como las grandes princesas de este sendero.
No encontramos aquí, como esperábamos ver, la clásica postal del manto monocromo del desierto florido. Más bien son pequeños y preciosos lunarcitos de diversos colores con una gran multiplicidad de especies. Isla Troncoso, administradora del parque nacional Llanos del Challe, nos explica al regreso por qué ha surgido este tipo tan especial de floración: «Este año ha sido un Desierto Florido singular porque hubo tres precipitaciones en el sector, en marzo, julio y agosto, lo que ha generado un fenómeno muy distinto al que estábamos acostumbrados.

Usualmente había una sola lluvia durante el año que generaba los grandes mantos de un solo color. Ahora se trata de tres mini floraciones escalonadas con gran diversidad de especies, y no tenemos registro de que eso ocurriera antes», explica.

Antes de seguir rumbo al norte, aprovechamos el conocimiento de los guardaparques para preguntar dónde es posible encontrar la emblemática flor endémica garra de león. No es fácil divisarla por varios motivos: la belleza de esta especie ha hecho que personas la corten para adornar, generando que actualmente esté clasificada como estado de conservación «raro-en peligro». Los mismos guardaparques ocultan sus largas enredaderas para protegerla del turista menos cuidadoso. Aún así, nos dibujan en nuestro mapa dos marcas donde podríamos encontrar algunos ejemplares floridos, siempre con la condición de no manipularlas y cuidar su entorno. Será nuestro próximo destino.

En busca de la garra de león

Más que de una flor, las indicaciones parecen dar con un cofre de oro enterrado por piratas bajo la arena: «200 metros luego de pasar una antena muy alta por la ruta hacia Carrizal Bajo deberán doblar a la izquierda en un camino de tierra. Entrarán en una quebrada muy estrecha donde deberán dejar el auto y caminar; una pirca de piedras señalizará el camino. Ahí bajarán hacia la Quebrada Corrales poco más de un kilómetro, y en la ladera sur verán unas enredaderas verdes de dos metros tendidas sobre la quebrada de roca. Síganlas. Si tienen suerte, encontrarán la garra de león en su extremo florecida». Así nos explicó un viajero solitario que andaba en busca de la especie.

Hicimos tal, y efectivamente, al encaramarnos sobre la ladera escarpada de roca, encontramos entre cactus y otras flores llamativas tres ejemplares de garra de león. Desgraciadamente, dos de ellas quebradas, probablemente pasadas a llevar por turistas o pobladores que las mueven para fotografiarlas o llevar sus semillas. La brisa marina o camanchaca que circula desde Caleta Corrales es lo que permite la insólita floración de este bulbo rojo brillante endémico de la Provincia del Huasco, que impresiona por su tamaño y morfología, pero sobre todo por cómo en esa forma frágil y endeble logra sobrevivir a sitios tan hostiles como peñascos, por donde incesantemente caen rocas ladera abajo.

La estrecha quebrada que lleva a Caleta Honda, con un solo puesto de pescadores artesanales, es conocida por ser de los pocos sitios donde es posible encontrar la garra de león entre Totoral y Carrizal Bajo. Pero también vale la pena deternese aquí para probar las estupendas empanadas de loco y queso del Almacén Paula y avistar aves en el Humedal Laguna Carrizal Bajo, donde se encuentran el pato real, pato colorado, taguas y hasta un solitario -y muy raro para la zona- cisne de cuello negro.

En lo profundo del Llanos del Challe

Desde este punto, continuamos por la ruta C-440 que atraviesa el parque nacional Llanos del Challe hasta llegar de regreso a la Panamericana. El primer sitio de interés es el sector «Canto del Agua», a seis kilómetros desde el desvío. Otra vez, los autos y vanes con grupos de turistas extranjeros detenidos anuncian que es un punto interesante de floración. Efectivamente, en la entrada de la quebrada llamada «Mina Oriente» se ven las enredaderas verde brillante y largas de la garra de león y un grupo de personas alrededor de ellas; sin embargo, la flor aquí no ha querido brotar. Aun así, sobre una loma vecina hay otro escenario que merece la atención: patas de guanaco, tres especies de cactus copiapoas, incluso una enorme iguana chilena que toma el sol y busca coleópteros como la «vaquita» entre las flores.

El camino muta a un territorio llano, blanco, seco, los verdaderos Llanos del Challe del interior, donde el único elemento que rompe con la horizontalidad son los cactus, que más que parte de la vegetación del desierto parecen grandes esculturas. Aquí de flores, nada. El paisaje es de una geomorfología más bien parecida a las películas del Lejano Oeste de Estados Unidos. Desde la entrada norte al parque nacional se puede hacer un recorrido en auto de quince kilómetros que se interna hacia las partes altas de los llanos, que literalmente brillan por las piedras de cuarzo que sobresalen erosionando el suelo, y donde es posible avistar manadas de guanacos silvestres que hurgan por agua entre quebradas. Este lugar es de los pocos sitios donde no solo las flores están protegidas, también los guanacos asilvestrados, donde en el último censo, según cifras de Conaf, se contaron 1.500 ejemplares.

La postal más esperada

En el retorno hacia el sur por la Panamericana, cuando pensábamos que ya estaba todo visto, surge otra visión que no habíamos tenido hasta entonces: primero, destellos color rosa sobre la planicie que va por el costado de la carretera que va hacia el norte. Poco más adelante, en el sector de Chehueque, a la altura del kilómetro 670, decidimos, por las dudas, hacer el retorno y adentrarnos por un camino de tierra hacia el interior. Entonces, aparece a nuestros ojos esa postal que todos los viajeros salen a buscar cuando se anuncia que ahora sí viene el mejor desierto florido de todos los tiempos, y que aparece tan bien descrita en la guía «Cuando el desierto florece»: «Una impresionante alfombra monocromática, de un luminoso y vibrante color magenta que se extiende hacia el horizonte, allá hasta donde alcanza la vista, entre suaves colinas de color marrón y que limita con el cielo habitualmente libre de nubes, de un intenso azul celeste».

El sol está en su cúspide, y las flores de los pétalos fucsia romboidales abiertas a más no poder absorben toda la luz del día. Y como si este escenario no fuese suficiente, a lo lejos, el tren del norte se acerca y completa la imagen postal que a ratos parece virtualmente indestructible.

Nada que decir. Solo la paradoja del desierto más árido del mundo. Miles de flores diminutas en un vasto espacio desmesurado. Para permanecer aquí habría que ser miniaturista o, si no, conformarse con un extenso espacio vacío y seco. La irrealidad es la emoción que se mantiene en el viaje de regreso: la enormidad del desierto frente una pequeñísima flor vibrante de vida..

La camanchaca permite la insólita floración de la  garra de león, endémica de la provincia de Huasco, que impresiona por su tamaño y morfología, pero sobre todo por cómo logra sobrevivir a sitios tan hostiles.

Además del clásico manto monocromo del desierto florido, este año hubo varios microjardines de diversos

 

( El Mercurio )

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